martes, 17 de marzo de 2009

La exquisita prudencia

El médico me dijo que en realidad mi vida era una farsa como en “The Truman Show”; que yo había sido seleccionado por mi talento y mis habilidades para este experimento cuando tenía cuatro años. Que al igual que en la historia de “El hombre que ríe” yo había sido expresamente “malformado” sólo que no en mis rasgos físicos sino en mis ideas sobre lo que era vivir.
El Doctor Medina –que así se llamaba- se sinceró conmigo dejándome desnudo de certezas, confuso de seguridades y perdido en mis ahora frágiles convicciones. Como un bailarín que, de buenas a primeras, se enredara las piernas en cada voltereta.
-Lo que hicimos con usted no fue educarlo- comenzó a explicarme.
-Usted ha sido adoctrinado para creer en una simbología que le da certezas y lo contiene en las crisis, un “sistema de valores” -le llamamos- que hace completamente previsibles sus estados de ánimo y sus sensaciones, permitiéndonos manipularlo como si fuera una herramienta-
-Todo lo que usted cree es producto de un arduo trabajo profesional que hemos desarrollado con la ayuda de la NASA, el M16 y el Mossad.- Aquí el Dr. Medina hizo una pequeña pausa, generando un suspenso y unas expectativas que llegaron a incomodarme para luego, definitivamente, anunciarme lo peor.
-García... lamento informarle que nada de lo que usted cree es cierto!-
Y no lo era. No era cierto que el bien triunfaría sobre el mal ni era cierto que el destino de la humanidad fuera perseguir la felicidad. No era verdad el poder desengrasante del nuevo Magistral ni lo era el talento de Bach, Mozart y Pichuco.
En realidad la diversión que me ofrecía todas las noches aquel programa de televisión lleno de planos de traseros y pechos con el conductor gritón y seres comunes que bailan, lloran y se denigran en la perversidad del rating por una causa justa se llamaba imbecilidad y la “pasión” por el fútbol de cada domingo, era sólo un catalizador de violencia- después de todo ¿Por qué otro motivo una persona mataría a otra luego del resultado de una contienda deportiva? ¿22 personas corriendo detrás de una pelota podían valer la vida o la muerte de alguien? Y sin embargo sí. Por menos que eso se mata y se muere!
-Pusimos a su disposición los medios de comunicación y el fútbol para entretenerlo, excitarlo hasta la euforia y deprimirlo hasta la desesperación. Lo mantuvimos “informado” de todo cuanto pasaba en el mundo sólo que ese “todo cuanto pasaba en el mundo” fue siempre una simple selección de impactos para manipular su estado de ánimo y su personalidad. Así lo convencimos de que comer verduras al vapor era sano y lo hicimos fumar hasta taparse los pulmones; lo hicimos desear y frustrarse, lo hicimos hablar de cosas que tal vez a un ser normal y libre no le interesarían. Le generamos opinión sobre minucias y lo hicimos reir con groserías y violencia.- Dicho esto el Dr. Medina me tendió la mano, giró sobre sus talones y se fue.
Me quedé llorando primero y pensando después. Era imposible pensar con una lógica distinta a la que el sistema me había inculcado. Me esforcé por buscar algo de claridad, le recé a un Dios del que empezaba a descreer y en el que nunca antes había creído. Salí a la calle y comencé a relatarle mi revelación a cuanta persona me cruzara. Extrañamente a nadie le llamaba demasiado la atención. Me miraban como si no estuviera contándoles nada nuevo. ¿Eran realmente conocidos o se trataba de agentes del régimen que seguían evaluándome? No importaba. Con el correr de los días me fui convirtiendo en lo que “los normales” llaman un hombre prudente, desapasionado, confuso y alienado, pero ¿no lo era ya? o ¿no lo había sido hasta esa mañana?.
Prendí el televisor, lavé unas hojas de acelga, dos zanahorias y un zapallito y los cociné al vapor mientras se hacía la hora; dispuse la mesa para la cena, y me senté a comer con el control remoto en la mano como todos los días. Se decidía la suerte de dos concursantes que lloraban irremediablemente porque si perdían deberían irse del programa. Las cámaras tomaban a un grupo de chicos con alguna enfermedad mental que se babeaban sin control mientras el locutor que grita auspiciaba el momento con una “promo” de no sé muy bien qué producto. Terminé de pasar el pancito por el plato y sintiéndome prudentemente libre, eructé.
No sé si producto de mi monodieta moderna, de la terrible verdad que me fuera revelada horas atrás, de la perversidad impune de las imágenes que acababa de ver, de mi propia libertad o de mi propia prudencia.
Simplemente eructé.